«Nuestra falta de entendimiento sobre los lazos entre la fama y los grandes negocios, hizo que el triunfo de Trump fuera algo inevitable», asegura el escritor y activista británico George Monbiot en el texto «Celebrity isn’t just harmless fun -it’s the smiling face of the corporate machine«*, publicado por el periódico The Guardian, mismo que hemos decidido traducir y repostear en Sugar & Spice ya que las observaciones del autor nos ayudan a entender cómo llegamos al Inauguration Day que presenciamos el día de hoy.
Texto: George Monbiot
Ahora que una estrella de televisión que aparece en reality shows es presidente de Estados Unidos, podemos estar de acuerdo en que el culto a las celebridades es mucho más que un entretenimiento inocente. ¿No es, más bien, una herramienta esencial para los sistemas que gobiernan nuestras vidas?
El ascenso del culto a las celebridades no nació por sólo. Ha sido un fenómeno cultivado por publicistas, mercadólogos y por los medios de comunicación. Y ha funcionado. Entre más distantes e impersonales se vuelven las corporaciones, más necesitan de rostros de personalidades que hagan conexión con sus clientes.
Si las corporaciones fueran un cuerpo, el capital sería la cabeza. Pero el capital corporativo no tiene ni pies ni cabeza. Es difícil para las personas identificarse con una franquicia homogeneizada propiedad de un fondo de protección cuya identidad corporativa consiste en archivar sus papeles en Panamá. Así que necesitan una máscara. Deben usar el rostro de alguien que la gente pueda ver con la misma familiaridad con la que ve a sus vecinos de al lado. Es innecesario preguntar qué hace Kim Kardashian para ganarse la vida: su trabajo es existir en nuestras mentes. Actuando como nuestra vecina virtual, ella le inyecta reconocimiento a quien sea el monolito gris que se encuentra tras ella esta semana.

Tener una obsesión con una celebridad no es algo que sólo se amontone, quieto, junto a todo un montón de cosas que nos gustan. No. Esto procura ocupar un lugar importante. Un estudio publicado en el diario de Ciberpsicología revela que, a este respecto, ha habido cambios tremendos entre 1997 y 2007 en Estados Unidos. En 1997 los valores dominantes (a decir de la audiencia adulta) expresados por los programas de televisión más populares entre los niños de 9 y 11 años eran el sentido de comunidad seguido por la benevolencia. La fama se encontraba en el quinceavo o dieciseisavo lugar de los valores mencionados. Para 2007, cuando comenzaron a prevalecer programas como el de Hannah Montana, la fama tomó el primer lugar seguida por los logros, la imagen, la popularidad y el éxito financiero. El sentido de comunidad cayó al onceavo lugar y la benevolencia al doceavo.
Un reporte del Diario Internacional de Estudios Culturales encontró que entre las personas que entrevistaron en Reino Unido, los que más siguen los chismes de las celebridades están tres veces menos interesados que quienes ven las noticias, u otro tipo de programación, en estar involucrados con organizaciones locales. La mitad de ellos no haría trabajos voluntarios. Sus vecinos virtuales han reemplazado a los reales.
Entre más soso y más homogeneizado sea el producto, más necesitará una máscara distintiva para ponerse. Esta es la razón por la cual Iggy Pop fue usado para promover seguros para coches y Benicio del Toro nos vendía cervezas Heineken. El papel de estas personas es sugerirnos que hay algo muy emocionante detrás de los logos y los bloques de la oficina y los titulares de los periódicos. Ellos transfieren su onda a la compañía que están representando. Tan pronto como un cheque paga su identidad, más insulsos y procesados se vuelven, justo como los objetos que promueven.
Las celebridades que vemos con mayor frecuencia son las que se han convertido en productos más lucrativos. Pulidos y procesados por los medios y la industria de la mercadotecnia, cuyos poderes ya nadie quiere supervisar. Es por eso que tantos actores y modelos ahora reciben una atención desproporcionada, capturando mucho del espacio que una persona podría ocupar en sus propias ideas: son expertos en programar en nuestras cabezas las visiones de otros.
Una base de datos de investigación del antropólogo Grant McCracken revela que en Estados Unidos los actores recibieron el 17% de la atención cultural que se le daba a la gente famosa entre 1900 y 1910: un poco menos de la que se les daba a los físicos, químicos y biólogos juntos. Los directores de cine recibían el 6% y los escritores el 11%. Entre 1900 y 1950, los actores consiguieron el 24% de la cobertura, y los escritores bajaron a 9%. Para 2010, los actores ya tenían el 37% de la atención (cuatro veces más de la que reciben los dedicados a las ciencias naturales), mientras el porcentaje destinado a los directores de cine y a los escritores cayó al 3%.
No es necesario ver o leer muchas entrevistas para deducir cuáles son las cualidades principales que se buscan hoy en las celebridades: insipidez, vacuidad y belleza física. Así pueden ser utilizadas como lienzos en blanco en los que cualquier cosa puede proyectarse. Con unas pocas excepciones, son aquellos que menos cosas tienen que decir a los que se les da el mayor número de plataformas para que se expresen.
Esto ayuda a explicar el delirio masivo que tienen los jóvenes por volverse famosos. Una encuesta realizada a chicos de 16 años en Reino Unido reveló que el 54% de ellos quieren convertirse en celebridades.
Tan pronto como los famosos olvidan el papel que se les ha asignado, los perros del infierno se lanzan sobre ellos. Lily Allen, por ejemplo, era la consentida de los medios cuando anunciaba la tienda departamental John Lewis. Ante ellos, Gary Lineker no se equivocó cuando le vendía comida chatarra a los niños. Pero en cuanto ambos expresaron su simpatía por los refugiados, los hicieron trizas. En cuanto tocan el dinero ofrecido por las corporaciones, los famosos deben dejar de pensar por sí mismos.
Las celebridades tienen otro gran rol: son un arma de distracción masiva. La encuesta publicada en el mencionado DIEC también revelan que la gente que está más interesada en las celebridades está menos comprometida con la política, son menos proclives a manifestarse, protestar o votar. Esto parece destruir la frecuente autojustificación de los medios, que insisten en decir que las celebridades nos ayudan a conectarnos con la vida pública.
La encuesta encontró que la gente obsesionada con las celebridades ve las noticias un promedio de tiempo similar al de quienes no tienen ninguna obsesión, sin embargo parecen permanecer en un estado de diversión constante. Si quieres que una persona esté adormilada y sea poco comprometida, lo único que debes hacer es mostrarle las caras de Taylor Swift, Shia LaBeouf y Cara Delevinge varias veces al día.

En Trump vemos una fusión perfecta de los dos usos del culto a las celebridades: la personificación corporativa y la distracción de masas. Su fama se ha convertido en una máscara para su caótico y poco escrupuloso imperio de negocios sostenido con subcontrataciones. Su imagen pública fue la inversión perfecta para todo lo que representa su compañía. Como presentador de la versión estadounidense del programa de televisión The Apprentice, este heredero mimado de riqueza descomunal se convirtió en el rostro del emprendedurismo y la movilidad social. Durante las elecciones presidenciales su ruidosa personalidad distrajo a la gente del vacío intelectual detrás de la máscara, un vacío ahora lleno de representantes más lúcidos del capital global.
Las celebridades pueden habitar tu vida, PERO NO SON TUS AMIGOS. Independientemente de las intenciones de aquellos en quienes recae, las celebridades son los lugarteniente de la explotación. Volvamos a ver a nuestros vecinos, a los de verdad, y démosle la espalda a quienes los suplantan.

* Publicado en el periódico inglés The Guardian el 20 de diciembre de 2016. Puedes leer el texto original en inglés haciendo click AQUÍ.
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